Mi reino por un tapabocas (influenza III)

Desperté con la novedad de que, por disposición oficial, este día los restaurantes, bares , fondas y cualquier changarro de comida tenían prohibido vender alimentos para consumir in situ, sólo para llevar, lo cual entrañaba un problema más a estos días bajo el yugo de la gripe de cochino, sobre todo para quien comer fuera de casa es parte de su estilo de vida, para quien no tiene reservas en casa ni toperwares para transportar alimentos en dado caso de tenerlos. Y no, conociéndome, ni el mejor desayuno podría mantenerme de pie durante todo el día. Bah¡ llegaría la hora de resolver eso. Lo inmediato y urgente era ir en busca de cubrebocas a las farmacias cercanas y de camino al trabajo. Hice parada en tres y en ninguna encontré el hoy codiciado producto. Están agotados y se está a la espera de la dotación que supondrá la compra de cinco millones de éstos que el gobierno anunció para solventar la demanda. Nuestra reserva nacional de cubrebocas nunca consideró una emergencia de este tipo. Andar sin uno de ellos es estar out... y expuesto, aunque haya especialistas que difieren sobre su utilidad. Pero en la redacciòn es una obligación llevarlo y ni modo, preferible hacerlo a sentirse observado. Por fortuna, la secretaria del jefe guardaba algunos en su escritorio y me favoreció con uno. Martes. La redacción tuvo otro aspecto. De hecho, estaba más concurrida. Éste, el miercoles y jueves, son lo días en que más personas laboramos ahí. Y con la mitad del rostro tapado, se descubren los ojos del interlocutor, como nunca. Algunos están rojizos, quizá por los desvelos motivados por la preocupación; otros muy abiertos como tratando de encontrar en el de enfrente algún síntoma y alejarse de inmediato; otros un poco tristes, porque la situación les preocupa o simplemente porque el cubrebocas cubre también las sonrisas. A mi oficina llegó el gerente de producción, Lutz, un alemán ya con acento chilango, y me regañó por no tener puesto el aditamento. Aquí adentro no lo necesito, le dije, además, escuché por la radio que quien lo debe usar son los infectados, no los sanos. Replicó, y argumentó que por el aire acondicionado, por un vienticillo traicionero, podía llegar el virus a mi cuerpo. Insistí, aquí no lo necesito. Insistió hasta que me lo puse. Parecía el gendarme de la redacción. Luego, fue con mi jefe y el mismo show. Éste también le rebatió. Lutz salió de su oficina, y al rato, mi jefe y yo, ya lo teníamos puesto aun estando sentados en nuestras oficinas. Más vale, fue la conclusión. Así, entre escaneos a las páginas de los diarios en internet, llegó la hora que, creí, alegraría un poco el día: la del encuentro Barca-Chelsea. Noventa minutos de rélax y emociòn garantizada. Antes que eso, encontré un restaurante con servicio a domicilio, con lo cual solucionaba mi angustia de la mañana. Llegó el partido, se iban los minutos y seguían sin aparecer los goles ante un Chelsea que no jugó a nada, bueno, sí, a empatar. Y la lesiòn de Márquez (algo más para este país, que su estandarte en la selección cayera abatido por la fragilidad de su cuerpo y quedara fuera en la etapa más vital tanto en su equipo como en la eliminatoria mundialista..!!!. no, sí Dios ya demostró que no es mexicano, lo peor es que nadie sabe qué le hicimos para recibir ese trato de su parte). Al menos, yo terminé el partido con el estómago satisfecho. La tarde transcurrió de manera muy lenta. En esas largas horas, por fortuna pude resolver varios pendientes de la edición de esta semana, conseguí un par de entrevistas y cerré un par de temas más... y me entró un sentimiento extraño... qué nos alegra ahora, qué hará que una persona compre lo que hago en una situación como ésta, donde las prioridades son otras... y pensé también, ¿si el futbol es alegría, si el futbol da esperanzas?, pues entonces, démosle a los lectores un buen producto de futbol. Y encontré una buena justificación a mi trabajo. Disfruté mucho la entrevista que me contestó Juan Villoro, el intercambio de puntos de vista con mis editores y la forma en la que armamos el esquema de la revista. A casa salí en punto de las 10. En la cabeza llevaba las cifras recien dadas por el ministro de salud: de los muertos, sólo 7 fueron confirmados como víctimas del virus; del resto, se está en espera de su confirmación. Quizá son de esos que a diario mueren en un país como el nuestro de alguna complicación de las vías respiratorias, pero cuyas muertes ahora son sospechosas, casi como cualquier estornudo cercano. Ya en casa, ma madre me confesó al teléfono su preocupación por lo que está sucediendo. Sólo le pedí calma y precaución, y que usara siempre su cubrebocas. Me pidió lo mismo y no podía discutirle como al alemán, pues antes está el instinto de madre que cualquier explicación científica.

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De locura