En días de influenza

Achuuu....¡¡¡¡ Achuuuuuuu¡¡¡¡

Perdón
Achuuuu¡¡¡¡¡

Ha sido un fin de semana rarísimo en esta ciudad. Con las primeras noticias emitidas el miércoles comenzó a cundir el pánico. Los tapabocas se fueron adueñando de las bocas de los chilangos al tiempo que lo hacía el temor. El jueves me paré en el hospital para la revisión de mi rodilla y lo que ví me remitió a aquella películas catastrofistas gringas en las que puede observarse a una población gobernada por el miedo a ser contagiada por un enemigo invisible. Pero al fin y al cabo era un hospital, y ver tapabocas podría considerarse normal. El viernes esto dejó de ser normal. Las calles de la ciudad mostraron un aspecto inusual para el inicio del fin de semana: semivacías. A las 7, a las 8, a las 9. Los que fueron a sus casas ya no salieron. Se asemejaba a esas noches de puente, sólo que ahora los capitalinos no fueron en busca de descanso, sino de seguridad. Hubo algunos osados que buscaban un bar, un café, un parque. Me atreví a salir por lo segundo. 9 y media. Poco tráfico, sí, pero pude ver autos aún. En el café de la colonia Napolés una de las mesas estaba llena con unos 8 veteranos jugando cartas, una pareja más en la mesa del fondo y dos amigas en la terraza. Ninguno llevaba tapabocas. Para esa hora, se habían confirmado poco más de 20 muertes por la ciudad y casi mil casos de contagios. Para 10 millones eso sonaría a nada y quizá las pocas probabilidades de contagiarse animaban, nos animaban, a algunos a salir y no caer presas del miedo. Sábado. Los tapabocas ya habían inundado las caras de la ciudad. Gente manejando, en las esquinas, en los taxis, sobre las banquetas. De color azul o blanco. Varios de ellos habían sido repartidos por los soldados, otros comprados antes de que comenzaran a agotarse. La gente escuchaba los reportes en radio, se juntaba a ver la TV. Ya me sentía en una de esas películas gringas, pero sin héroe aún que viniera a salvarnos. En el atrevimiento a salir a enfrentar al virus, me corté el cabello, tomé un helado, me metí a comer a una tienda departamental y como si nada en esos sitios. Como que el miedo atacaba por zonas. En l Colonia Roma todo parecía transcurrir como un día normal: el bazar de libros y de objetos viejos estaba donde siempre, aunque sí, con menor afluencia. Con un poco más de atención se descubrían restaurantes semivacíos, pero insisto, como de finde puente o semana santa. Sin embargo, el ambiente se sentía muy raro. A las 6, en una cafetería atiborrada, se hizo un silencio para escuchar el reporte informativo: las clases en las escuelas quedaban suspendidas hasta el 6 de mayo. Más de mil casos reportados, pero las muertes confirmadas por el virus seguían en veintitantas. Dos horas más tarde, esa zona parecía fantasma, cuando en una situación normal es toda una romería. Una amiga prefirió quedarse en casa a ir al cine. En el súper, la gente compraba y aunque para nada mostraban actitud de estarse proveyendo de víveres por si acaso, sí comentaban sobre las provisiones para los próximos dos días, al menos. A las 9 regresé a casa. Las sensaciones recogidas son muy extrañas. Leí sobre los múltiples eventos masivos que se habían cancelado entre el viernes y el sábado, ví resúmenes de un par de partidos de futbol que se jugadon a puerta cerrada, descubrí que el virus se había trasladado a 13 estados del país más... Guauuu... Estamos en una de esas películas catastrófistas gringas, sin duda. Y no somos Nueva York, donde todo puede pasar según los guionistas. Es mi ciudad, a la que lo único que le faltaba era esto (no nos hacen falta guiones, ja ja). Aquí todo puede pasar y pasa. Que se cae el avión del secretario de gobernación, que un terremoto la semidestruye, que es insegura pero preciosa, en fin... Sí preocupa lo que estamos viviendo, pero siendo realistas, lo extraño era que no hubiera pasado antes. Achuuu¡¡¡¡¡ Achuuuu¡¡¡¡ Estoy bien, con un poco de fiebre, moqueando, pero bien. Nada grave... Achuuu¡¡¡¡ Achuuuu¡¡¡¡

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De locura