¿Habremos matado al bicho?

Sobreviví. La influenza no llegó ni siquiera cerquita. Hace ocho días, sábado, aún existía cierto temor al salir a la calle; sí, si algo se contagió más rápido que el virus de mil nombres, fue el miedo. Cualquier estornudo cercano levantaba sospechas. Cualquier ausencia misteriosa en la oficina, también. Y se regó esa pólvora y la gente, primero los 20 millones del DF y el área metropolitana y después mucha más de todo el país, se asustó, terminó con los cubrebocas, protegió a sus más queridos encerrándolos en casa haciendo caso a las autoridades, dejó de comer en la calle, de saludar de mano, de abrazar y besar a cualquier otro que no fuera su madre o padre, novio o novia, esposa o esposo. Se trataba de evitar al máximo que el virus que primero se le atribuyó de manera injusta a los marranitos, se esparciera y matara a cuanto se le pusiera enfrente. El saldo después de la contingencia es de 42 muertos confirmados a causa del nuevo virus. Muy pocos para las dimensiones de mi ciudad y de mi país, hoy mundialmente reconocido como el exportador número uno del bicho y de seres humanos infectados. Desde el lunes pasado, comenzó a hablarse del fin de la emergencia. Para el miércoles ya era una realidad. Así, de repente, fueron levantadas las medidas de prevención: se abrieron restaurantes, estadios, cines y teatros. La gente regresó a las calles, los autos saturaron las vialidades y la ciudad presentó de nuevo su cara conocida: tráfico, smog, ruido, movimiento, todo aquello que la hace ser lo que es. Los cubrebocas comenzaron a desaparecer de las bocas y a quedarse en los cuellos o en los bolsillos. Para el jueves, ya casi todo funcionaba igual que antes. Pese a que las autoridades de salud recomendaron no bajar la guardia, la bajamos. Para nada se cumplió lo de la separación de al menos dos metros entre persona y persona, ni lo de limpiar las mesas con cloro y desinfectante apenas se levantaran los comensales. Este día lo comprobé en el restaurante del una importante tienda departamental. Me senté en la barra, con una señora a no más de 30 centímetros. Los garroteros sólo cambiaron el mantel de papel y limpiaron las moronas antes de atenderme a mi. Eso sí, para ellos el cubrebocas sigue siendo parte de su uniforme. Pero el resto, unos 60 clientes, ya lo habían quitado de su look diario. Vaya, como si el virus realmente hubiese desaparecido por completo, como si no hubiese el riesgo de que alguien presente síntomas y lo esparza entre todos nosotros. Para acabar de retar al destino, pedí chuleta de cerdo, este animal tan castigado en todo este tiempo (cuántos no habrán muerto en Egipto y el resto del mundo por su sentencia equivocada). Fue mi manera de homenajear al animal que representa mis primeros ahorros, a mis canciones infantiles y una de mis caricaturas preferidas —Po…poo… porky—. Las disfruté tanto, las chuletas, tras nueve días de comer cualquier cosa de las que llevaban a domicilio. Disfruté tanto estar con gente desconocida sin miedo a nada y sin la mitad del rostro tapado. Pero me seguía preguntando, ¿Estaremos salvados ya? Las noticias informaban de la tendencia a la baja de los contagios, bueno, en México, mientras en el mundo crecían. Pero aquí, donde todo se había originado, la calma comenzaba a regresar. El viernes me sometí a otra prueba: me eché unos tacos de guisado en la calle. Dos de pechuga de pollo y uno de chicharrón. A mi lado, 15 personas más. Y la marchante no tenía gel desinfectante, vaya, ni agua para una enjuagada de manos. Así, como siempre en puesto callejero, los tacos fueron devorados sin mayor interés que el de vencer el hambre. Como si todo lo que en nueve días no pudimos hacer, en cuanto nos dijeron “adelante”, corrimos a hacerlo cual si fuera una parte vital de nuestra vida diaria. Vaya que lo es. No me refiero a comer, sino a todo: meternos al tráfico, comer en donde sea, ya sea por tiempo, por comodidad o por necesidad. El chiste es que nos soltaron la rienda y nos escapamos del cautiverio involuntario. En la radio y la Tv los spots que alertan y aleccionan sobre el virus siguen escuchándose pero parece que ya nadie los toma en cuenta. O es que plano ya nos salvamos por completo o nos creemos supermanes inmunes a cualquier cosa. Vamos, si hemos sobrevivido tantos años a tantos elementos dañinos en el ambiente tan nuestro, qué mas da otro bichito. Sin duda nuestro sistema inmunológico es superior al de muchos de otras partes del mundo. Y eso es de presumirse. Los Centros comerciales de inmediato se las idearon para recuperar algo de lo perdido. Ventas nocturnas con promociones de una vida sin intereses —deberían reconsiderar éstas porque nadie sabe cuántos de los que se cargó el payaso griposo tenían de estas deudas eternas... en una de esas aparece otro virus y no me imagino la cartera vencida— comenzaron a anunciarse todo el fin de semana para invitar a los chilangos a comprar el regalo del día de las madres que se celebra hoy domingo. La convocatoria surtió efecto sólo de manera parcial. Sí, había gente en Perisur, el que yo visité, pero nada comparado con otros años. Ahí si quién sabe si se trató de miedo o de falta de dinero. Vaya, todo se ha combinado: crisis e influenza. En la radio y la TV siguen las recomendaciones para evitar contagios. En el restaurante donde comí este sábado los meseros todavía usan cubrebocas y reciben a los clientes con la botella de gel antibacterial. Y que bueno, porque minutos después llegaron dos médicos de la secretaría de salud a inspeccionar que las medidas impuestas por el Gobierno se estuvieran cumpliendo. Pero en el bar donde fui a ver el futbol y tomar, por fin, cerveza, esa atención de los meseros no se repitió. La cosa ya era tan normal. Y como no se trataba de estar criticando todo el tiempo, pedí mi chela y a brindar por la libertad y la salud. ¡Salud! Litro y medio de cerveza, apenas para saciar la sed acumulada. Al parecer no era el único con un deseo así de grande de tomar. La Condesa, uno de los termómetros de qué tan vivo esta el defe, ya presentaba su cara acostumbrada de cada fin de semana sin contingencia. Sin miedo y sin precaución. Sin lugares para estacionarse y con docenas de opciones para entretenerse. Volvió la vida pero no sé si el virus realmente se ha ido. Chale, tantas preguntas por responder aún. Con las cervezas se fueron los dos partidos de futbol que me quedé a ver en el bar. Dos de ellos se celebraron en provincia, Guadalajara y Chiapas, y en sus estadios no había gente, como sucedió en la primera semana de la emergencia sanitaria. Como que allá no fueron tan valientes y prefirieron aguardar la orden de abrirlos a los aficionados. De hecho, este fin en Guadalajara fue como el de hace ocho días en el defe: todo cerrado; un par de muertes por influenza los obligaron a copiar la medida. Eso me dice que ni el miedo ni el virus han desaparecido, sólo se han trasladado. Pero, y si de nuevo se viene alguien infectado de Guadalajara a la ciudad (son 30 min en avión o 6 hrs en bus, entre ambos puntos de gran intercambio de todo tipo) y reactiva la emergencia… mientras tanto, ya salí, ya bebí, ya reí, ya caminé, ya me liberé del cubrebocas y volví a sentirme como antes en una ciudad cuyo devenir va mucho más allá de lo que la mente de cualquier brillante escritor de ciencia ficción podría imaginar. La influenza ya se fue —hasta ahora, domingo a las 3 de la mañana, así parece— y esperaremos lo que venga. Eso me gusta de mi ciudad, que solita escribe su propia historia, sin un Verne, Sagan o Saramago.

Comentarios

De locura