Nuestros niños

Antonia María corrió hacía mi cuando salía del atrio de la iglesia de Zinacantán, Chiapas. Se acercó sin ninguna timidez para invitarme a visitar el taller de artesanía de su familia. Ofreció un plus: si tiene hambre, le preparo a mano unas tortillas, frijolitos, salsa y un poco de sal. Aún sin hambre eso se antojaba. Le pedí que me esperara. Esperó. Di el clásico rondín al pueblo. Estaba casi semivacío. Poca gente en las calles. Hasta que un ruido de pequeños tambores y flautas rompieron el silencio. Se trataba de la caravana que acompañaba al nuevo mayordomo a recibir su investidura. Los seguí. Llegamos a la casa del funcionario saliente. (Esa historia la contaré después). Casi dos horas después, pasé frente al atrio de nueva cuenta. Antonia María corrió hacía mi al verme cerca. "Pensé que ya se había ido. Lo fuimos a buscar pero no lo encontramos. Vamos, acompáñeme". Caminamos unas 10 cuadras. A sus 10 años de edad, la pequeña no solamente domina dos lenguas, la española y la tsotsil, sino el arte del convencimiento. No ruega, convence. No pide nada a cambio sin ofrecer algo antes. No obliga a comprar, invita a conocer para luego decidir. Tiene apenas 10 años. Plática de lo que hace, de la temporada baja de turistas, de un día de ella en este pueblo famoso por sus artesanías textiles. Su casa es enorme. En la primera pieza, está la tienda como tal. Los colores embriagan. Desde manteles de mesa individuales hasta bufandas multicolor. Luego, su tía, una señora como de 40 años, invitó a usar el tradicional traje de novio tsotsil para la foto. No me atreví. —De eso, ni actuado. Ja ja—. Antonia María reapareció. Nos invitó a pasar a la cocina. Ahí, su hermana cuyo primer nombre también es Antonia, pero Anastasia, dos años menor que ella, echaba tortillas al comal, o las volteaba, o las envolvía en la servilleta para que no se enfriaran. Antonia María estaba cumpliendo su promesa, y para ello hizo cómplices a su tercera hermana, Antonia Patricia, y al pequeño "Chino", su hermanito de ojo rasgado. Tortillas echas a mano. A esa hora, el hambre no podía disimularse. Mucho menos los sentimientos. Así pasaron 10 taquitos, varios con un ingrediente que nunca había probado: semilla de calabaza molida y salsa roja echa en molcajete. Riquísimo manjar. En serio. Antonia María alabó sus creaciones: éstas llenan más rápido, porque son de maíz de a deveras, no de maseca, dijo. Terminé con mi ración. Pagué de acuerdo a lo comido, bebido y vivido. Antonia María me acompañó de regreso al centro. En el camino pregunté por su mamá. Murió de una calentura, contestó. No quise preguntar más. Pero ella no entristeció, al contrario, el recuerdo parece que la hizo sonreir. Sucedió en agosto del año pasado. Pregunté qué quiere ser de grande. Licenciada para sacar a gente de la cárcel, respondió. Lo harás, le dije. A sus 10 años, ella domina el arte del convencimiento, también el de las ventas. Habla dos lenguas, como pocos niños que conozco de la misma edad. Sabe hacer tortillas y conoce sus propiedades, además de que ya es una digna heredera del talento familiar: borda textiles. Puedo afirmar que no es pobre, aunque el entorno me desmienta de inmediato. Ojalá consiga, solamente, las oportunidades. El regalo del día del niño no se lo di yo, me lo dio ella y por eso este homenaje.
Zinacantán es un pueblo mágico. El color de sus telas es el alma de sus calles. Todo Chiapas lo es. Por eso enoja que sea uno de los estados más pobres. San Cristóbal de las Casas, el centro neurálgico de esta región, está lleno de niños como Antonia, que desde muy pequeños tienen que hacer, cargar, vender, expresarse en dos lenguas, la materna y la de "nosotros", para poder sobrevivir. Cualquier otro niño "urbano" habría muerto en el intento. Ellos se han tenido que hacer resistentes a todo, hasta a la indiferencia. Venden no para molestar, sino para comer. Venden porque esa ha sido la herencia, como seguramente lo hicieron sus padres desde que comenzaron a caminar. María sonreía e hizo sonreír. Pero a unas cuadras encontré a otro niño de no más de 5 años que cargaba un bulto que seguramente era de su mismo peso; lo hacía al lado de su madre, que llevaba un bulto mayor. Otros más reciben la noche y el día en los brazos de su madre acostados en alguna calle chiapaneca, tlaxcalteca, defeña.... porque están por todos lados y siempre suman más, en espera de una respuesta sobre su futuro. Viendo la fuerza de estos niños, puedo asegurar que no esperan regalos, quieren luchar por ellos. Sólo esperan la oportunidad de hacerlo.
Antonia María, con sus grandes y coloradas mejillas, es una niña hermosa que deseo encontrar de nuevo. No sé si con un título, aunque eso deseo, pero sí con su gran sonrisa y unas tortillitas para celebrar.    







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De locura