Buenos Aires no te deja ir

El ánimo estaba por los suelos. Llegué a Buenos Aires para buscar levantarlo. Ahí me esperaban Ceci y Marcela, las mejores anfitrionas que he tenido. Buenos Aires, entonces, me levantó. Su vino. Su ritmo. Su carne. Sus pizzas. Su color. Gracias a ellas, conocí a los porteños antes que a la ciudad, mejores que como cualquiera los pinta desde afuera. De la ciudad, me enamoré de los encuentros que ahí tuve, de los escenarios de los mismos: la Casa Rosada, el Bar El Chino, el barrio de La Boca, con sus fachadas hermosamente viejas; el tianguis de sábado en San Telmo o el dominical en Palermo. De sus museos: el de Evita, en particular. Del Tango y su exquisitez (intenté bailarlo en una clase masiva, y cuando la bailarina bella se puso enfrente, me pasmé y se me atoraron los pasos, no los pensamientos). Puerto Madero de noche. El panteón de día. Buenos Aires ha vuelto a mi estos días gracias a Magnolia_Azul, que está por llegar a esa increíble ciudad. Buenos Aires, le digo, tiene una magia que levanta a un muerto. Unos pasitos al ritmo de Gardel. Echar oído a una milonga para divertirse. Acompañar con un buen vino. Desayunar mediaslunas con café o chocolate. Unas buenas milanesas, un churrasco o un sandwich de Pavita en Café Margot, para comer. Cenar pizzas a la leña, si es posible, al salir del Gran Rex de algún concierto (a mi me tocó Ismael Serrano). Dar una vueltita, mientras más larga mejor, a la librería El Ateneo, entre las más bonitas del mundo, y hojear —o más que eso— un buen libro. Buenos Aires enamora y no deja que te vayas. Habrá que regresar por eso que se quedó de mi. Estoy seguro que lo tiré en algún tramo de la histórica Línea A del subte.
Por allá nos vemos muchachos (as) compañeros (as) de mi vida.












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De locura