La tarde del millón de pasos

Un día de septiembre. Era mi primer despertar en Viena, una ciudad en la que siempre había querido estar —lo cual implicaba ir descubriendo cosas nuevas a cada paso, en cada parpadeo—, la ciudad que también había elegido para iniciar mi aventura por la enigmática Europa del Este. Poco a poco me fue atrapando: cada calle, su cuartel de los museos, la belleza de sus mujeres, los atardeceres entre sus calles. Esta tarde salía de tres museos increíbles, con un poco más de historia de la ciudad en mi conocimiento y con unos autoretratos favorecidos por una exposición de espejos manipulados de diferentes formas. Salí de ahí  y caminé siguiendo la ruta que marcaban las vías del tranvía. Me interné en las calles, entre las cuales se reflejaban los últimos rayos ocre de ese sol septembrino. Ahí, en una de esas calles, me encontré con esta imagen: la chica rubia fumaba y el humo salía muy lentamente de su boca, tanto que pude captarlo a la distancia; frente a ella, el parqueadero de bicicletas; frente a mi, los autos bajando y los cables del tranvía. Todo, cobijado por un cielo dibujado con nubes. Estuve frente a ella varios segundos. Incluso, su pareja esperó paciente a que hiciera mis disparos. Él también volteó y sabía que lo que saldría en ese momento, sería único. Seguí caminando, le agradecí el gesto a ambos y les mostré la foto, la misma que ahora muestro aquí y que sirve para recordar lo bella que fue esa escala en una ciudad con un sitio especial en mis recuerdos. 


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De locura