El adiós del mayordomo

Un fotógrafo sin suerte, no es fotógrafo, parafraseo lo que se dice de los porteros en el futbol. Cuando llegué a Zinacantán, sólo vi a la gente que bajó conmigo del colectivo, a un par de parroquianos más que cruzaban el atrio de la iglesia y a los niños que cazaban turistas para llevarlos a los talleres de costura familiares para tratar de convencerlos para comprar algo. Era cerca del mediodía, cuando de entre las calles comenzaron a salir las notas musicales ejecutadas por pequeños tambores y flautas. Corrí y frente a mi comenzó a desfilar una especie de procesión conformada por puros varones. Los alcancé y puse a trabajar las cámaras. Caminamos unas ocho cuadras, hasta las afueras de una casa donde ya había sillas y ollas llenas de pozol para los invitados. Hasta que llegamos ahí me di cuenta de lo que se trataba: era el cambio de Mayordomo, una ceremonia que se realiza todos los años y en la cual el mayordomo saliente recibe a su relevo en casa, donde le es entregado el cargo, rodeado de toda su familia. Tomar fotos ers un arriesgue. Todos se te quedan viendo de forma amenazante cada vez que mueves la cámara. Sin embargo, la mayordomo saliente le gusta sentirse importante, y autoriza a cambio de recibir las copias de sus fotos. Al final, fue una gran y colorida tarde, atestiguando un ritual que, pese a la modernidad, no ha desaparecido. Adoré los colores con los que los hombres acompañaron a los mayordomos, la celebración, el baile del saliente, las bendiciones recibidas, y el sabor del pozol y el trago de licor tradicional con té de limón que me mareó y puso a prueba mi pulso para seguir fotografiando.









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De locura