Desde el corazón
Si algo hace trascendente un viaje, es la cantidad de sonrisas que se hayan recogido en el camino. Disfruto mucho haciéndolo, sonriendo y provocando sonrisas. Eso casi siempre abre puertas. Esas no necesitan traducción, tampoco distinguen razas ni edades. No sé cuánta gente se proponga como objetivo diario sonreír, incluso con quienes ni siquiera conoce, con quienes no volverá a ver. Siempre es un ejercicio saludable, y más cuando se viaja: sonreír a la chica que te documenta para el vuelo, a la sobrecargo que te indica tu asiento, a tu compañero de vuelo (vital, sobre todo viajes de más de 10 horas), al agente de migración, al taxista, al de la recepción del hostal, hotel o donde te toque quedarte ese día, al mesero, a todo aquel que se te atraviese y te regale una mirada. Uno podrá recordar siempre una sonrisa, incluso más que un nombre.
Ahora, en Barcelona, Dakar, Mindelo, Praia, San Antao, Lisboa, Coimbra y Porto, pude comprobar mi teoría y varias de esas sonrisas pude capturarlas, y ahora las comparto en este proceso de reajuste a la vida en casa, y como una manera de recuperar la sonrisa que yo suelo perder por unos días al final de cada viaje.
Stacey. Aeropuerto de Praia, Cabo Verde. Ahí fue la escala en mi camino de Dakar a Mindelo, en la isla de San Vicente. La espera iba a ser de tres horas. Así que luego de cambiar euros por escudos y tomar un café, el resto del tiempo había que pasarlo sentado. De repente apareció ella: llegó de la mano de su tía, con lentes oscuros, caminando despacio, como deseando atrapar el mayor número de miradas posibles. Consiguió la mía. Se sentó frente a mi. Se quitó los lentes, miraba para todos lados, luego tomó su camarita e hizo algunas fotos. Se paraba, daba vueltas, reía. Luego, llegó otra señora a la que la niña sería entregada. Apenas y la saludó, pese al cariño con el que la señora la había saludado. Ella apenas y se separaba de su tía. Hasta que dejó su asiento y fue a sentarse a mi lado. Primero, atraída por mi cámara, luego no sé por qué. Nadie entendía lo que el otro decía, pero ni hizo falta. Me acariciaba las mejillas, se columpiaba en mis rodillas y posaba para más y más fotos, ésta entre ellas. Poco después me enteré que iría en el mismo vuelo a Mindelo. La vi subir de la mano de la señora, sentarse un par de filas adelante y, luego, volvía a verla sentada mientras la señora esperaba su equipaje. Esa sería la última vez que la vería. Pedí permiso para despedirme de ella y sonrió cuando besé su mejilla izquierda. Stacey me dio uno de los mejores regalos de este viaje. Es, ya, mi angelito negro.
Senegal me dio muchas sorpresas. La primera es que, como no me había pasado en alguna otra ciudad, me generó cierto temor al momento de sacar las cámaras. Quizá era un temor infundado, pero no quise arriesgar demasiado. Sin embargo, logré algunas fotos más emocionales que buenas. Esta pequeña jugaba con una amigas en las calles de la isla de Goree, a una hora de Dakar, en Ferry, y me dio la impresión de que esperaba su turno para algo. Me atrajo la forma en la que estaba sentada y sus trensitas, comunes en niñas de su edad en este país, y el contraste de su piel con los colores del entorno.
Miren esta sonrisa. Estos jovencitos jugaban en la lancha al tiempo que nuestro ferry tomaba su posición en el puerto de Goree. Una de las chicas se supo descubierta, y quiso seducir al lente. Lo logró.
Dakar está inundado por unos microbuses pintados de muchos colores como el que se ve en la foto. Son, literal, como latas de sardinas. Casi siempre van llenos. Esta fotografía la tomé un día que no había luz en mi hostal, en la Gran Medina, y decidí emplear el tiempo de una mejor manera. Encontré un espacio detrás de un puesto metálico, y desde ahí comencé a disparar. Coincidió que estaba frente a una terminal de estos camioncitos y tras varios minutos, me di cuenta de su gran aporte a la estética no sólo de la ciudad, sino de mis fotos: se convirtieron en el mejor marco para varias de ellas, como ésta, y la chica colaboró conmigo. Clavó su mirada en mi lente, y aunque no sonrió, sí me hizo sonreír a mi por el regalo que me dio.
Guau!!! Subía por el Parc Güell y me encontré esta belleza. Posaba para alguien, sin saber que también posaba para mi. Y cuando llegué a la explanada principal, ya no la encontré. Pero me la traje conmigo.
Dakar tiene un colorido especial. A cada paso es posible encontrarse imagenes singulares como ésta: un joven descansando sobre el volante de su camión en el centro de la ciudad.
Me di tiempo para ir a un pequeño Safari en una reserva natural llamada Bania, a 70 km de Dakar. Lo más espectacular fue ver a las jirafas mostrando su grandeza en un llano, pero este pequeño detalle atrapó mi atención: un pájaro prendido de la piel bicolor de la jirafa, buscando esos pequeños bichos que suelen tener entre su pelaje para alimentarse. Adoro el contraste que hacen los colores de su cabeza y pico con el de la piel de su animal "transporte"
Él hace verdaderas obras de arte como muchos en la isla de Goree, una antigua cárcel para los esclavos negros cercana a Dakar. Así como su capacidad de pintar es grande, lo es su capacidad de convencimiento y me vendió un cuadro que todavía no sé dónde pondré en casa. Además de su pintura, me traje su firma en ella y su singular rostro en mi cámara... ah, y su sonrisota...
Gran Medina, Dakar. En la mañana sin luz eléctrica, esta señora iluminó mi día.
Lisboa enamora hasta al corazón más duro. Y esta foto resume varias cosas que se pueden encontrar ahí, incluida la frase publicitaria que promociona el tranvía. Literal.
En la tierra de Pessoa, una imagen que evoca su legado. Bueno, al menos para mi.
Llevaba más de 24 horas en Dakar, y mi sentimiento de frustración crecía por no poder sacar mis cámaras como lo tenía planeado. Esta foto me dio confianza (aunque también un poco de miedo). Estaba en una tienda de textiles, a donde fui prácticamente arrastrado por un tipo, y mientras iban por uno de los dos tapetes que decidí comprar, me paré en la entrada del negocio y como me sentía seguro, comencé a tomar fotos. Esta fue la mejor de una serie que le tomé a este anciano. Me impactó su rostro cuando pude ver la foto de nuevo. ¿A quién no?
Este hombre y su muñeca estaban a la entrada del Castelo de San Jorge, en Lisboa. No sé si quiso construir a su otro yo femenino o qué, pero son igualitos. El chiste era que la muñeca se movía como una fina dama y saludaba a quienes esperaban turno para entrar al castillo.
Porto. Lo que estaba planeado como una cena con comida mexicana y vino portugués, terminó en una fiesta con pastel de cumpleaños, baile a ritmo de salsa y cumbia, y en la interpretación a capela de una melodía tradicional portuguesa por parte de los anfitriones. Fue la mejor noche de esta aventura.
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