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2008. Así me esperó mi guía chino para la expedición laboral en Beijing.



51 años, 51 países.
Más de 200 ciudades.
De los kilómetros no llevo la cuenta, ni de las horas de espera en terminales, aeropuertos y puertos. Tampoco de los cafés previos a embarcar, de los sandwiches apachurrados por las manos nerviosas cuyo sudor quedó absorbido por el boleto, el pase de abordar o la funda del pasaporte. El pasaporte. Ahora que pensaba escribir esto, busqué todos los que me han acompañado. No encontré el primero, el que tiene el sello del servicio de migración cubano con fecha de 27 de diciembre de 1993. No sé dónde está. Cuándo se perdió. ¡No puede ser! Mi primera llave de acceso al mundo, se ha perdido.

Significa mucho: estaba en mi primer trabajo formal cuando comencé a planear mi primer viaje. Eran los años en los que el peso realmente era poderoso. No hacía falta ahorrar tanto tiempo, menos para un destino presumiblemente económico. Fue Cuba porque había que ir a comprobar las cosas que del país se decían en los pasillos de la Facultad de Ciencias Políticas: eso del culto al Che, a Fidel; eso del período especial, de la libreta de alimentos, de la salsa sonando a toda hora y por todos lados, de la belleza de sus mujeres y de lo fácil que era poder bailar con alguna de ellas sin saber bailar; de la Bodeguita del Medio, del refugio de Hemingway, de los habanos baratos, del viaje a los cincuenta que representaba caminar por las calles de La Habana, de la posibilidad de ir a un concierto público de Silvio o Pablo. Vivía el arranque de mis veinte, de mi hambre por recorrer el mundo y los lugares en los que mucha gente decía que había que estar alguna vez. En esos años, Cuba representaba para muchos, mucho más que París o Madrid. Que Milan o Roma. Que NY o LA. Probé puros, mucho ron, vi cientos de "patria o muerte" en las bardas, filas de gente esperando su comida; Ví, y usé, guaguas —o "camellos"— destartaladas atiborradas de gente bañada en sudor, supe de la angustia para conseguir un pedazo de carne para la cena de año nuevo, pero lo fácil que era conseguir ron a cualquier hora.
 
La última cena de 1993 fue con una familia cubana a invitación de dos de sus miembros que me abordaron cuando estaba solo en el solitario lobby del hotel en espera de mi amigo que ya había agarrado mesa para esa noche en otro hogar... jaja, ni cómo avisar. Acepté, recorrimos las oscuras calles de la Habana Vieja, escoltados por construcciones lúgubres pero de las que emanaba música y voces cubanamente altisonantes. Entramos a un oscuro edificio, subimos las lastimadas escaleras, y nos recibieron la señora de la casa, su novio, un par de niños, y una hermosa cubana de mi edad, que apareció detrás de una cortina hasta que la cena estuvo lista. Cenamos cerdo, poquito, ensalada, arroz con leche y mucho ron. Vimos a Pablo Milanés por TV. Hablamos de la Cuba de antes de la Revolución. De lo ganado, de lo perdido. Lo que estaba sobre la mesa y alrededor, hablaba por sí solo de la situación. Hablamos de la Cuba de ese momento, la de los apagones, la de las raciones apenas suficientes, la del orgullo, la del coraje; la que muchos estaban dejando y a la que sólo con ron en el cuerpo se atrevían a criticar veladamente, porque para nada había que evidenciar que una cena de año nuevo como la de ese 31 de diciembre de 1993 no era lo que habrían deseado tener y menos compartir con un extraño, pero disfrutaron su manjar y lo compartieron.
 
Salí de esa casa tras dormir un par de horas. Embelesado por la chica de los caireles al hombro, por las historias escuchadas y agradecido por haber sido rescatado por esos muchachos que se atrevieron a hablarme y llevarme a su casa. Nunca olvidaré esta frase: "vamo chico, pero qué va a hacer solo en su cuarto. Su amigo seguro ya está por ahí y usté se quedará solo. Venga, somos pobres pero podemos compartir. Vamo".
 
Un cafecito cubano, para la resaca, ayudó a enderezar las piernas y a expulsar el alcohol. Regresé al hotel tras vivir una de las mejores noches de mi vida, en ese, el inicio de mi vida viajera. 

De ese viaje, además, quedó una relación que se alimentó un año de cartas de papel bond, desde México, y de papel estrasa, desde allá. También quedó una promesa, no cumplida, de apadrinar al hijo de uno de los chicos de la familia. 

Pero más que nada quedó lo que ha alimentado cada uno de los viajes que han venido después: la búsqueda de lugares nuevos, extraños, únicos, más allá de lo que las guías turísticas recomiendan, el contacto con la gente de cada país. Viajar a través de ellos montado en sus relatos de sobremesa, de las caminatas por las calles de sus ciudades, ramblas o bulevares, o sentados en la mesa de algún restaurante o bar local. 

Importa dónde esté, pero tanto como con quién. Lo que lea del destino, pero más lo que aprenda de él estando ahí. La emoción al llegar tanto como la emoción, dolor, tristeza, al dejarlo. Importa no solamente llegar y recorrerlo, sino sentirlo, experimentarlo, y regresar a casa siempre con algo más que un sello en el pasaporte. 

Desde Cuba a hoy, he andado por 50 países más. Casi la mitad de ellos acompañado por mi adorada e incansable cómplice, Mónica. De cada continente, he pisado al menos una nación. Y he tenido la fortuna de regresar a varios por motivos diversos. De algunos mantengo aún contacto con gente, otros han pagado visitas. Mi trabajo como periodista nutrió esta pasión con boletos de avión destino distintas misiones que se alargaban a mi conveniencia. He visitado lugares que nunca pensé: el Estrecho de Bering, por ejemplo. O Cabo Verde. Ushuaia o Cracovia. Tasmania o Brisbane. Turín o Moscú. Venecia o Puno. Tikal o Angkor Wat. Las islas Gilli o el Titicaca. La memoria no alcanza, por eso las fotos. No hay mejor aliado del viajero que la cámara o la libreta. Porque cuando la memoria falla, éstas siempre sirven para regresar.

Con el mismo espíritu que me llevó a ese hogar cubano, he podido comer Cus Cus con una humilde familia marroquí, fumar hachis en las montañas del mismo país, conocer a una increíble señora senegalesa con su hijo donde dormí 4 noches en Dakar; caminar barrios escuchando relatos que embelesan, festejar cumpleaños con quien nunca antes había visto y que no sé si veré de nuevo, o reencontrarme con amigas y amigos en un país distinto al que los conocí, a veces sin planearlo.

La pandemia fue un obstáculo de 12 meses para retomar la ruta. En el 2020, cumplí 50, pero fue hasta el 2021 cuando cumplí los 50 países que había trazado en mi mapa. Paraguay fue el 50, Uruguay el 51. Aún no creo haberlo conseguido. Cuando niño, me emocionaba ver los aviones desde la azotea de la casa. Y hasta los 21 me subí por primera vez a uno, aunque antes ya había experimentado los viajes mochileros en bus, tren o lancha dentro de México. Luego se convirtió en una obsesión ir más lejos, a lugares donde no entendiera nada y me vieran raro; a lugares distintos y con cierto significado para la historia del mundo. A lugares donde perderse no fuera un riesgo, o donde el riesgo fuera salir de ellos con el corazón incompleto. Ha pasado, pero aún tengo para repartir.

De ningún viaje me arrepiento. De todos guardo algo. De todos he regresado con mucho qué contar. De lo que probé, de a quién conocí, de lo que sentí, lo que descubrí y lo que faltó por conocer. 

Los viajes nunca acaban por eso.

Hablar de ellos es el puente que nos mantiene vivos mientras inicia el siguiente. 

Estrecho de Bering

Buenos Aires.

Marruecos

Santorini


Amazonas peruano

Galápagos.

Porto.

Colonia, Uruguay

Buenos Aires

Montevideo

Ubud.

Uyuni


Barcelona.

Barcelona.


Estrasburgo.

Marruecos

Tokio


Bali

Berlín

Madrid

Agra.

Nueva Delhi



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De locura